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—Escucha —y leyó el suelto—. No sólo pediré el di¬ vorcio —dijo después— sino que armaré un escándalo como no se ha visto en este país. —Por fin, hija, bajas de las nubes —gritó Pradera le¬ vantando las manos coloradas por el agua de fregar las ollas. Mientras María se paseaba agitada, tropezando con ma¬ cetas y plantas inocentes, Pradera aprovechó a esconder el libro de hule. Al otro día, el chofer pensaba en cómo esquivaría las preguntas de María sobre Horacio; pero ella sólo le pidió el dinero y en seguida lo mandó a la casa negra para que trajera a María, una de las mellizas. María —la melliza— llegó en la tarde y contó lo de la espía, a quien debían llamar "la señora Eulalia”. En el primer instante María —la mujer de Horacio— quedó aterrada y con palabras tenues le preguntó: —¿Se parece a mí? —No, señora, la espía es rubia y tiene otros vestidos. María —la mujer de Horacio— se paró de un salto, pero en seguida se tiró de nuevo en el sillón y empezó a llorar a gritos. Después vino la tía. La melliza contó todo de nuevo. Pradera empezó a sacudir sus senos inmensos en gemidos lastimosos; y el loro, ante aquel escándalo gritaba: "Buenos días, sopas de leche.” VIII Walter había regresado de unas vacaciones y Horacio reanudó las sesiones de sus vitrinas. La primera noche ha¬ bía llevado a Eulalia al salón. La sentaba junto a él, en la tarima, y la abrazaba mientras miraba las otras mu¬ ñecas. Los muchachos habían compuesto escenas con más personajes que de costumbre. En la segunda vitrina había cinco: pertenecían a la comisión directiva de una socie¬ 219