volver a su habitación tomaba un libro de poesías, forra¬ do de hule azul, y empezaba a leer distraídamente, en voz alta y a esperar a Horacio; pero al ver que él no venía trataba de penetrar las poesías del libro; y si no lograba comprenderlas se entregaba a pensar que ella era una mártir y que el sufrimiento la llenaría de encanto. Una tarde pudo comprender una poesía; era como si alguien, sin querer, hubiera dejado una puerta abierta y en ese ins¬ tante ella hubiera aprovechado para ver un interior. Al mismo tiempo le pareció que el empapelado de la habita¬ ción, el biombo y el lavatorio con sus canillas niqueladas, también hubieran comprendido la poesía; y que tenía algo noble, en su materia, que los obligaba a hacer un es¬ fuerzo y a prestar una atención sublime. Muchas veces en medio de la noche, María encendía la lámpara y escogía una poesía como si le fuera posible elegir un sueño. Al día siguiente volvía a caminar por las calles de aquel ba¬ rrio y se imaginaba que sus pasos eran de poesía. Y una mañana pensó: "Me gustaría que Horacio supiera que ca¬ mino sola, entre árboles, con un libro en la mano.” Entonces mandó buscar a su chofer, arregló de nuevo sus valijas y fue a la casa de una prima de su madre: era en las afueras y había árboles. Su parienta era una soltero¬ na que vivía en una casa antigua; cuando su cuerpo in¬ menso cruzaba las habitaciones, siempre en penumbra, y hacía crujir los pisos, un loro gritaba: "Buenos días, sopas de leche.” María contó a Pradera su desgracia sin derra¬ mar ni una lágrima. Su parienta escuchó espantada; des¬ pués se indignó y por último empezó a lagrimear. Pero María fue serenamente a despedir al chofer y le encargó que le pidiera dinero a Horacio y que si él le preguntaba por ella, le dijera, como cosa de él, que ella se paseaba entre los árboles con un libro en la mano; y que si le pre¬ guntaba dónde estaba ella, se lo dijera; por último le encar¬ gó que viniera al otro día a la misma hora. Después ella 217
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