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daban la sensación de que estuviera torcido. Después de haber tomado vino, eso le hizo mala impresión y decidió irse a la cama. Al otro día — esa noche durmió en su casa— vino el chofer a pedirle dinero de parte de María. Él se lo dio sin preguntarle dónde estaba ella; pero pensó que María no volvería pronto; entonces, cuando le traje­ ron la rubia, él la hizo llevar directamente a su dormito­rio. A la noche ordenó a las mellizas que le pusieran un traje de fiesta y la llevaran a la mesa. Comió con ella en frente; y al final de la cena, y en presencia de una de las mellizas, preguntó a Alex: — ¿Qué opinas de ésta? — Muy hermosa, señor, se parece mucho a una espía que conocí en la guerra. —Eso me encanta, Alex. Al día siguiente, señalando a la rubia, Horacio dijo a las mellizas: — De hoy en adelante deben llamarla señora Eulalia. A la noche Horacio preguntó a las mellizas: (ahora ellas no se escondían de él) — ¿Quién está en el comedor? — La señora Eulalia — dijeron las mellizas al mismo tiempo. Pero no estando Horacio, y por burlarse de Alex, de­cían: "Ya es hora de ponerle el agua caliente a la espía.”

VII

María esperaba, en el hotel de los estudiantes, que Hora­cio fuera de nuevo. Apenas salía algunos momentos para que le acomodaran la habitación. Iba por las calles de los alrededores llevando la cabeza levantada; pero no mi­raba a nadie ni a ninguna cosa; y al caminar pensaba: "Soy una mujer que ha sido abandonada a causa de una muñeca; pero si ahora él me viera, vendría hacia mí.” Al

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