taría a la intemperie. Al otro día de mañana fue a su casa, hizo traer grandes espejos y los colocó en el salón de manera que multiplicaran las escenas de sus muñecas. Ese día no vinieron a buscar a Hortensia ni trajeron la otra. Esa noche Alex le fue a llevar vino al salón y dejó caer la botella...
—No es para tanto —dijo Horacio.
Tenía la cara tapada con un antifaz y las manos con guantes amarillos.
—Pensé que se trataría de un bandido —dijo Alex mientras Horacio se reía y el aire de su boca inflaba la seda negra del antifaz.
—Estos trapos en la cara me dan mucho calor y no me dejarán tomar vino; antes de quitármelos tú debes descolgar los espejos, ponerlos en el suelo y recostarlos a una silla. Así —dijo Horacio, descolgando uno y poniéndolo como él quería.
—Podrían recostarse con el vidrio contra la pared; de esa manera estarán más seguros —objetó Alex.
—No, porque aun estando en el suelo quiero que reflejen algo.
—Entonces podrían recostarse a la pared mirando para afuera.
—No, porque la inclinación necesaria para recostarlos en la pared hará que reflejen lo que hay arriba y yo no tengo interés en mirarme la cara.
Después que Alex los acomodó como deseaba su señor, Horacio se sacó el antifaz y empezó a tomar vino; paseaba por un caminero que había en el centro del salón; hacia allí miraban los espejos y tenían por delante la silla a la cual estaban recostados. Esa pequeña inclinación hacia el piso le daba la idea de que los espejos fueran sirvientes que saludaran con el cuerpo inclinado, conservando los párpados levantados y sin dejar de observarlo. Además, por entre las patas de las sillas reflejaban el piso y
Página:Felisberto Hernandez. Obras completas Vol. 2.djvu/207
Esta página ha sido corregida