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mis pantalones. Ella quiso, sin duda, evitar que yo llorara —recuerdo muy bien que no lo hice— y me mandó que siguiera la lección. Yo me quedé mucho rato sin levantar la cabeza ni las manos, hasta que ella volvió a enojarse y dijo: "Si no quiere dar la lección, se irá.” Siguió hablándole a mi abuela y yo me puse de pie. Apenas estuvimos en la puerta de calle la despedida fue corta y mi abuela y yo empezamos a cruzar la noche. En seguida de pasar bajo unos grandes árboles —las magnolias estaban apagadas— mi abuela me amenazó para cuando llegáramos a casa: había dado lugar a que Celina me castigara y además no había querido seguir la lección. A mí no se me importaba ya las palizas que me dieran. Pensaba que Celina y yo habíamos terminado. Nuestra historia había sido bien triste. Y no sólo porque ella fuera mayor que yo —me llevaría treinta años—.
     Nuestras relaciones habían empezado —como ocurre tantas veces— por una vieja vinculación familiar. (Celina había estudiado el piano con mi madre en las faldas. Mamá tendría entonces cuatro años.) Esta vinculación ya se había suspendido antes que yo naciera. Y cuando las familias se volvieron a encontrar, entre las novedades que se habían producido, estaba yo. Pero Celina me había inspirado el deseo de que yo fuera para ella una novedad interesante. A pesar de su actitud severa y de que su cara no se le reía, me miraba y me atendía de una manera que me tentaba a registrarla: era imposible que no tuviera ternura. Al hablarle a mamá se veía que la quería. Una vez, en las primeras lecciones, había dicho que yo me parecía a mi madre. Entonces, en los momentos que nos comparaba, cuando miraba algunos rasgos de mi madre y después los míos, parecía que sus ojos negros sacaran un poco de simpatía de los rasgos de mi madre y la pusieran en los míos. Pero de pronto se quedaba mirando los míos un ratito más y sería entonces cuando encontraba algo distinto,