Además, aquél era un lugar en que no sólo yo debía mostrar educación, sino también ella. Tenía un corazón fácil a la bondad y muchas actitudes mías le hacían gracia. Aunque el estilo de mis actitudes fuera el mismo, a ella le parecían nuevas si yo las producía en situaciones distintas y en distintas formas: le gustaba reconocer en mí algo ya sabido y algo diferente al mismo tiempo. Todavía la veo reírse saltándole la barriga debajo de un delantal, saltándole entre los dedos un papel verde untado de engrudo que iba envolviendo en un alambre mientras hacía cabos a flores artificiales —aquellos cabos le quedaban demasiado gruesos, grotescos, abultados por pelotones de engrudo y desproporcionados con las flores. Además le saltaba un pañuelo que tenía en la cabeza y un pucho de cigarro de hoja que siempre tenía en la boca. Pero su corazón también era fácil a la ira. Entonces se le llenaba la cara de fuego, de palabrotas y de gestos; también se le llenaba el cuerpo de movimientos torpes y enderezaba a un lugar donde estaba colgado un rebenque muy lindo con unas anillas de plata que había sido del esposo.
En casa de Celina, apenas si se le escapaba la insinuación de una amenaza. Y mucho menos un manotón: yo podía sentarme tranquilamente al lado de ella. Aún más: cuando Celina era muy severa o se olvidaba que yo no había podido estudiar por alguna causa ajena a mi voluntad, yo buscaba a mi abuela con los ojos; y si no me atrevía a mirarla, la llamaba con la atención, pensando fuertemente en ella y endureciendo mi silencio. Ella tardaba en acudir; al fin la sentía venir en mi dirección, como un vehículo que avanza con lentitud, con esfuerzo, echando humo y haciendo una cantidad de ruidos raros provocados por un camino pedregoso. En aquellos instantes, cuando aparecían en la superficie severa de Celina rugosidades ásperas, cuando yo trancaba mi carricoche y mi abuela acudía afanosa como una aplanadora antigua, parecía
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