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no le venía bien y tal vez no fuera tan buena como la mía.)

En muchos ratos de la lección mi abuela quedaba acomodada y como guardada en la penumbra. Era más mía que Celina; pero en aquellos momentos ocupaba el espacio oscuro de algo demasiado sabido y olvidado. Otras veces ella intervenía espontáneamente movida por pensamientos que yo nunca podía prever pero que reconocía como suyos apenas los decía. Algunos de esos pensamientos eran abstrusos y para comunicarlos elegía palabras ridículas —sobre todo si se trataba de música. Cuando ya había repetido muchas veces esas mismas palabras, yo no las atendía y me eran tan indiferentes como objetos que hubiera puesto en mi pieza mucho tiempo antes: de pronto, al encontrarlos en un sitio más importante, me irritaba, pues creía descubrir el engaño de que ellos pretendieran aparecer como nuevos siendo viejos, y porque me molestaba su insistencia, la intención de volver a mostrármelos para que los viera mejor, para que me convenciera de su valor y me arrepintiera de la injusticia de no haberlos considerado desde un principio. Sin embargo es posible que ella pensara cosas distintas y que a pesar del esfuerzo por decirme algo nuevo, esos pensamientos vinieran a sintetizarse, al final, en las mismas palabras, como si me mostrara siempre un mismo jarrón y yo no supiera que adentro hubiera puesto cosas distintas. Algunas veces parecía que ella se daba cuenta, después de haber dicho una misma cosa, que no sólo no decía lo que quería sino que repetía siempre lo mismo. Entonces era ella que se irritaba y decía a tropezones y queriendo ser irónica: "hacé caso a lo que te dice la maestra: ¿no ves que sabe más que vos?”
     En casa de Celina —y aunque ella no estuviera presente— los arrebatos de mi abuela no eran peligrosos. Algo había en aquella sala que se los enfriaba a tiempo.