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luz como si nos hubieran echado encima un montón de paja transparente. En seguida Celina ponía la pantalla y ya no era tan blanca su cara cargad de polvos, como una aparición, ni eran tan crudos sus ojos, ni su pelo negrísimo.

Cuando Celina estaba sentada a mi lado yo nunca me atrevía a mirarla. Endurecía el cuerpo como si estuviera sentada en un carricoche, con el freno trancado y ante un caballo. (Si era lerdo lo castigarían para que se apurara; y si era brioso, tal vez disparara desbocado y entonces las consecuencias serían peores.) Únicamente cuando ella hablaba con mi abuela y apoyaba el antebrazo en una madera del piano, yo aprovechaba a mirarle una mano. Y al mismo tiempo ya los ojos se habían fijado en el paño negro de la manga que le llegaba hasta la muñeca.

Los tres nos habíamos acercado a la luz y a los sonidos (más bien a esperar sonidos, porque yo los hacía con angustiosos espacios de tiempo y siempre se esperaban más y casi nunca se satisfacía del todo la espera y éramos tres cabezas que trabajábamos lentamente, como en los sueños, y pendientes de mis pobres dedos. Mi abuela había quedado rezagada en la penumbra porque no había arrimado bastante su sillón y parecía suspendida en el aire. Con su gordura —forrada con un eterno batón gris de cuellito de terciopelo negro— cubría todas las partes del sillón: solamente sobraba un poco de respaldo a los costados de la cabeza. La penumbra disimulaba sus arrugas —las de las mejillas eran redondas y separadas como las que hace una piedra al caer en una laguna; las de la frente eran derechas y añadidas como las que hace un poco de viento cuando pasa sobre agua dormida. La cara redonda y buena, venía muy bien para la palabra "abuela”; fue ella la que me hizo pensar en la redondez de esa palabra. (Si algún amigo tenía una abuela de cara flaca, el nombre de "abuela”