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señora a la vuelta de casa. (Una vez mamá se paró a conversar con ella. Tenía un cuerpo muy grande, de una gordura alegre; y visto desde la vereda cuando ella estaba parada en el umbral de su puerta, parecía inmenso. Mi madre le dijo que me llevaba a la lección de piano; entonces ella, un poco agitada, le contestó: "Yo también empecé a estudiar el piano; y estudiaba y estudiaba y nunca veía el adelanto, no veía el resultado. En cambio ahora que hago flores y frutas de cera, las veo... las toco... es algo, usted comprende.” Las frutas eran grandes bananas amarillas y grandes manzanas coloradas. Ella era hija de un carbonero, muy blanca, rubia, con unos cachetes naturalmente rojos y las frutas de cera parecían como hijas de ella.)
     Un día de invierno me había acompañado a la lección mi abuela; ella había visto sobre las teclas blancas y negras mis manos de niño de diez años, moradas por el frío, y se le ocurrió calentármelas con las de ella. (El día de la lección se las perfumaba con agua Colonia —mezclada con agua simple, que quedaba de un color lechoso, como la horchata. Con esa misma agua hacía buches para disimular el olor a unos cigarros de hoja que venían en paquetes de veinticinco y por los que tanto rabiaba si mi padre no se los conseguía exactamente de la misma marca, tamaño y gusto.)

Como estábamos en invierno, pronto era la noche. Pero las ventanas no la habían visto entrar: se habían quedado distraídas contemplando hasta último momento, la claridad del cielo. La noche subía del piso y de entre los muebles, donde se esparcían las almas negras de las sillas. Y entonces empezaban a flotar tranquilas, como pequeños fantasmas inofensivos, las fundas blancas. De pronto Celina se ponía de pie, encendía una pequeña lámpara y la engarzaba por medio de un resorte, en un candelabro del piano. Mi abuela y yo al acercarnos nos llenábamos de