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Domingo F. Sarmiento

tenga una estrella en la paleta; unos la tienen en la frente, otros una mancha blanca en el anca.

¡Es sorprendente esta memoria? ¡No! Napoleón conocía por sus nombres doscientos mil soldados, y recordaba al verlos, todos los hechos que á cada uno de ellos se referían.

Si no se le pide, pues, lo imposible, en día señalado, en un punto dado del camino, entregará un caballo tal como se le pide, sin que el anticiparle el dinero sea un motivo de faltar á la cita. Tiene sobre este punto el honor de los tahures sobre la deuda. Viaja á veces á la campaña de Córdoba, á Santa Fe. Entonces se le ve cruzar la pampa con una tropiIlla de caballos por delante; si alguno lo encuentra, sigue su camino sin acercársele, á menos que él lo solicite.

«El cantor». Aquí tenéis la idealización de aquella vida de revueltas, de civilización, de barbarie y de peligros. El gaucho cantor es el mismo bardo, el vate, el trovador de la Edad Media, que se mueve en la misma escena, entre las luchas de las ciudades y del feudalismo de los campos, entre la vida que se va y la vida que se acerca. El cantor anda de pago en pago, «de tapera en galpón», cantando sus héroes de la pampa perseguidos por la justicia, los llantos de la viuda a quien los indios robaron sus hijos en un malón reciente, la derrota y la muerte del valiente Rauch, la catástrofe de Facundo Quiroga y la suerte que cupo á Santos Pérez. El cantor está haciendo candorosamente el mismo trabajo de crónica, costumbres, historia, biografía, que el bardo de la Edad Media, y sus versos serían recogidos más tarde como los documentos y datos en que habría de apoyarse el historiador futuro, si á su lado no estuviese otra sociedad culta con superior inteligencia de los acontecimientos, que la que el infeliz despliega en sus rapsodias ingenuas. En la República Argentina se ven á un tiempo dos civilizaciones distintas en un mismo suelo: una naciente, que sin conocimiento de lo que tiene sobre su cabeza, está remedando los esfuerzos ingenuos y populares de la Edad Media; otra, que sin cuidarse de lo que tiene á sus pies, intenta realizar los últimos resultados de la civilización europea. El siglo XIX y el siglo XII viven juntos: el uno dentro de las ciudades, el otro en las campañas.

El cantor no tiene residencia fija; su morada está donde la noche lo sorprende; su fortuna en sus versos y en su voz. Donde quiera que el «cielito» enreda sus parejas sin taza, donde quiera que se apure una copa de vino, el cantor tiene su lugar preferente, su parte escogida en el festín. El