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Facundo

El rastreador es un personaje grave, circunspecto, cuyas aseveraciones hacen fe en los tribunales inferiores.

La conciencia del saber que posee, le da cierta dignidad reservada y misteriosa. Todos lo tratan con consideración: el pobre, porque puede hacerle mal, calumniándolo ó denunciándolo; el propietario, porque su testimonio puede fallarle. Un robo se ha ejecutado durante la noche; no bien se nota, corren á buscar una pisada del ladrón, y encontrada, se cubre con algo para que el viento no la disipe. Se llama en seguida al rastreador, que ve el rastro, y lo sigue sin mirar sino de tarde en tarde el suelo, como si sus ojos vieran de relieve esta pisada que para otro es imperceptible. Sigue el curso de las calles, atraviesa los huertos, entra en una casa, y señalando un hombre que encuentra, dice fríamente: «¡Este es!» El delito está probado, y raro es el delincuente que resiste á esta acusación. Para él, más que para el juez, la deposición del rastreador es la evidencia misma; negarla seria ridículo, absurdo. Se somete, pues, á este testigo que considera como el dedo de Dios que lo señala. Yo mismo he conocido á Calibar, que ha ejercido en una provincia su oficio durante cuarenta años consecutivos.

Tiene ahora cerca de ochenta años; encorvado por la edad, conserva, sin embargo, un aspecto venerable y lleno de dignidad. Cuando le hablan de su reputación fabulosa, contesta: «ya no valgo nada; ahí están los niños»; los niños son sus hijos, que han aprendido en la escuela de tan famoso maestro. Se cuenta de él que durante un viaje á Buenos Aires le robaron una vez su montura de gala. Su mujer tapó el rastro con una arteza. Dos meses después Calibar regreso, vió el rastro ya borrado é imperceptible para otros ojos, y no se habló más del caso. Año y medio después Calíbar marchaba cabizbajo por una calle de los suburbios, entra en una casa, y encuentra su montura ennegrecida ya, y casi inutilizada por el uso. ¡Había encontrado el rastro de su raptor después de dos años! El año 1830, un reo condenado á muerte se había escapado de la carcel. Calibar fué encargado de buscarlo. El infeliz, previendo que sería rastreado, había tomado todas las precauciones que la imagen del cadalso le sugirió. ¡Precauciones inútiles! Acaso sólo sirvieron para perderle; porque, comprometido Calíbar en su reputación, el amor propio ofendido le hizo desempeñar con calor una tarea que perdía á un hombre, pero que probaba su maravillosa vista. El prófugo aprovechaba todos las desingualdades del suelo para no dejar huellas; cuadras