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Facundo

fortuna y de ambición, porque al fin concluye por hacerse caudillo de partido.

FACUNDO Yo he presenciado una escena campestre digna de los tiempos primitivos del mundo anteriores a la institución del sacerdocio. Hallábame en la sierra de San Luis, en casa de un estanciero cuyas dos ocupaciones favoritas eran rezar y jugar. Había edificado una capilla en la que los domingos por la tarde rezaba él mismo el rosario, para suplir al sacerdote, y el oficio divino de que por años habían carecido.

Era aquél un cuadro homérico: el sol llegaba al ocaso, las majadas que volvían al redil hendían el aire con sus confusos balidos; el dueño de casa, hombre de sesenta años, de una fisonomía noble, en que la raza europea pura se ostentaba por la blancura del cutis, los ojos azulados, la frente espaciosa y despejada, hacía coro, á que contestaban una docena de mujeres y algunos mocetones, cuyos caballos, no bien domados aún, estaban amarrados cerca de la puerta de la capilla. Concluído el rosario, hizo un fervoroso ofrecimiento. Jamás he oído voz más llena de unción, fervor más puro, fe más firme, ni oración más bella, más adecuada á las circunstancias que la que recitó. Pedía en ella á Dios lluvias para los campos, fecundidad para los ganados, paz para la República, seguridad para los caminantes...... Yo soy muy propenso á llorar, y aquella vez lloré hasta s0llozar, porque el sentimiento religioso se había despertado en mi alma con exaltación y con una sensación desconocida, porque nunca he visto escena más religiosa; creía estar en los tiempos de Abrahán, en su presencia, en la de Dios y de la naturaleza que lo revela; la voz de aquel hombre, candorosa é inocente, me hacía vibrar todas las fibras, y me penetraba hasta la médula de los huesos.

He aquí á lo que está reducida la religión en las campañas pastoras, á la religión natural; el cristianismo existe, como el idioma español, en clase de tradición que se perpetúa, pero corrompido, encarnado en supersticiones groseras, sin instrucción, sin culto y sin convicciones. En casi todas las campañas apartadas de las ciudades, ocurre que, cuando llegan comerciantes de San Juan de Mendoza, les presentan tres ó cuatro niños de meses y de un año para que los bauticen, satisfechos de que por su buena educación podrán hacerlo de un modo válido; y no es raro que á la llegada de un sacerdote, se le presenten mocetones que vienen domando un potro, á que les ponga el óleo y administre el bautismo «sub conditione».