Cierto hombre tenia una hija feísima, y al mismo tiempo un hijo de gallardo y hermoso aspecto. Enredando los dos como niños, por casualidad se miraron en un espejo, que estaba en el tocador de su madre. El chico se precia de lindo: la niña se enoja, y no sufre las chanzas del hermanito vanaglorioso, tomándolas todas (¿cómo no?) á desprecio suyo. Fuése, pues, corriendo á su padre, para despicarse, y acusa á su hermano de una culpa muy odiosa; porque siendo hombre, echó la mano al esptejo, cosa propia de mugeres. El padre, abrazando á los dos, besándolos y repartiendo entre ambos su tierno amor, les dice: Yo quiero que ambos useis del espejo cada dia. Tú, hijo mio, para que no afees con los vicios tu hermosura: y tú, hija mia, para que venzas la fealdad de tu rostro con tus buenas costumbres.
juzgan, que Fedro habla aquí de una silla de manos; y ninguna repugnancia hay en que el Poeta quisiese fingir que habian puesto el espejo en esta silla.