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Al lector

Á medida que uno envejece, le entran como loca picazón las ganas de dar consejos. ¿Será que, no pudiendo ya sacar provecho de su tardía experiencia, el hombre la ofrece de regalo á los que todavía la pueden utilizar? Puede ser.

Pero los consejos, y más todavía las críticas, á que también da la experiencia cierto derecho, tienen que ser envueltos en algo muy dulce para que el paciente consienta en tragárselos, y que del remedio se pueda esperar algún efecto. Y por esto es que, desde tantos siglos, se ha imaginado el apólogo. Con él, ha podido un pobre esclavo, como el gran fabulista frigio Esopo, cantar verdades á su amo sin ser muerto á azotes; con él, ha podido Rabelais, el jovial cura francés, mofarse de los clérigos viciosos de su tiempo, sin acabar en