82 Margarita Eyherabide
tecita que conducía al huerto. Con paso menudo é incierto, se fué hacia ella. La traspasó. Allí ya no la veía nadie. ¡Mi Dios! qué lindas frutas. Los durazneros, los perales, los manzanos, parecían se- eos; no tenían hojas siquiera. la estación de invier- no les roba sus primores.
¡Mi Dios! volvió á repetir la brasilerita tentada y casi dispuesta á arranear una linda naranja que se mecía, colgando de una rama, al alcance de su mano. Pero recordó á tiempo que las naranjas tenían dueño y qué indudablemente lo sería aquel castellano que hablaba como un bachiller con su padre y á ella la trataba como á una chiquilina ó como una niña grande. No sé que sé piensa — aña- (lió — pues no ha de tener muchos más años que yo. — ¡Pícara casualidad ! allá aparecieron por un sen- dero el castellanito y el señor Goncgalves.—-¿Tuú, aquí, Siñasiña ? — murmuró Goncalves al verla y añadió volviéndose: —Qué lindas frutas, amigo Amir. En nuestra quinta no las tenemos mejores.
—6Sí la señorita y usted, se apresuró á decir Amir. quieren probar unas?...
El joven se abalanzó al árbol y arrancó dos fru- tas hermosísimas, que no supo, sin embargo, á quien ofrecer.
Sintió Amir que una oleada de sangre le había subido á la cabeza y supuso qué su rostro estaría ridículamente encarnado.
Pero los diplomáticos y aún los menos diplomá- ticos que Amir, siempre buscan medios de escaparse por la tangente y no le faltó al joven el modo de serenarse y ofrecer la naranja á la joven brasileña.
No contaba Amir eon el próximo desenlace, pues, apenas hubieron sus dedos tocado los de la niña,