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42 Margarita Eyherabide

de tierra en que se asienta mi propiedad podía valer algo y cada vez, vale menos; yo podía tener mucho y no tengo nada. ¡Maldición! — y don Alvaro, con la cabeza hecha un hervidero, fué automáticamente á sentarse frente á un balcón coquetamente ador- nado con los verdes gajos y las perfumadas flores de una madreselva. Allí permaneció con la cabeza apoyada en la balaustrada del balcón y el rostro cubierto entre las manos.

Cuando levantó la cabeza, y fijó la mirada en el horizonte, un hondo suspiro se escapó de su pecho; pero era un suspiro de alivio.

Parecía que en el término de un minuto, habían sostenido una lucha en su cerebro, el desaliento y la esperanza.

Pero venció esta última; la idea de vivir regeneró pensamientos atrofiados repentinamente.

Don Alvaro lanzó un segundo suspiro y volvió lentamente la cabeza, con expresión resignada.

— Amir entraba á la habitación. Papá — dijo el joven — es menester que me inicies en el ejer- cicio de tus tareas.

— ¡Mis tareas! y don Alvaro soltó una carcajada Mena de dolor. ¿Qué tareas?

— Sus tareas de campo. Creo que maltratan su salud los continuos viajes á caballo y luego...

— Hijo — le interrumpió don Alvaro. — Gracias á Dios, todavía puedo moverme á mi antojo; el caballo no me hace daño alguno. Tengo la cabeza tranquila y el cuerpo sano.

— Por lo que doy gracias al cielo — dijo Amir — pero, añadió — comprendo que ya me carga la inac- tividad en que he vivido hasta hoy. Quiero tra-