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que son celos! — pero ¡qué necia soy! — añadió re- poniéndose — ¡si jamás he amado! — porque la mu- jer que bien ama, tiene necesariamente que odiar á una rival ¿no es así, Arasi?

— Pues entonces yo le amo bien, porque... ya ves, estoy celosa y siento odio, ¡sí! odio por la coqueta de enfrente. ¡ Perdóname otra vez! — escucha... dime.. — Arasi estaba encarnada como una flor de púr- pura. Dime -— añadió tomando la mano de Luisa — ¿le has visto detenerse para contemplarla?... Dime añadió tomando la mano de Luisa — ¿le has visto detenerse para contemplarla?...

Luisa estrechó entre sus brazos, á su amiga. — Ah! dijo — ahora comprendo que los celos son una en- fermedad.

— Luisa — dijo Arasi — si me olvida, yo muero. Contéstame. ¡Cómo — continuó — cómo he de con- vencerme de que, á pesar de todo, me ama aún! ¡no! yo no odio á nadie, Luisa, pero si ella me roba á Arnir, si me envia á la muerte...

— ¡Oh! ¿entonces quiere decir que el amor es muerte también? Válgame Dios; yo no he de amar jamás. No, Arasi buena; no se ha detenido para mirarla y lo más fácil es que ni se haya fijado en ella, pues, pensativo y triste como es, jamás mira á derecha é izquierda. Parece seriamente preocupado.

— ¿Preocupado, dices? ¿pensativo, triste?

— Si, tal; así lo he visto siempre.

— ¡Mi Dios! ¡si fuera cierto!...

-— ¿Qué?

— Nada.

— ¿Secretillos para mi? ¡mala!

— No, Luisa, no; ya estoy otra vez triste; ercí un instante que quizá yo fuese la causa de esa tristeza