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Amir y Rrasi 13



que se retorcía como si fuera víctima de un ataque epiléptico.

Don Carlos dejó caer el brazo armado; alzó la cabeza con un resto de rabia contenida, y, paso á paso, se dirigió al palenque y montó en su caballo, sin dirigir ¡ay! una mirada á su hijo, pero... ¡un rayo del sol hermoso que asomaba en aquella ma- ñana de primavera, mostró en sus pupilas negras y profundas el fugaz brillo de una lágrima! Sin em- bargo la expresión de su rostro era terrible.

Panchito, arrollado contra el suelo, gemía des- garradoramente y, levantando el brazo, se apretaba las sienes con una mano, mientras que con la otra se cubría el rostro amoratado, que se descomponía en contracciones de dolor.

— Panchito — exclamó don Alvaro llegando hasta el muchacho y pasándole suavemente la mano por la cabellera lustrosa y lacia.

— Bueno, no llores más le dijo. ¡No llores más! ¿oyes? ¡pobre Panchito! y don Alvaro le miraba como se mira á un hijo propio.

— Escucha — murmuró después de un rato de congojoso silencio — ¿no comprendes que esto tenía que suceder? — Tú no obedeces á tu padre, Pan- chito; y como él no sabe otra manera de educarte estas cosas andarán siempre como el diablo si tú no te enmiendas.

Comprende, pues, su carácter y amaestra el tuyo á su semejanza añadió don Alvaro. Sé respetuoso, obedécele ¡sé bueno!

Panchito, escuchando estas palabras dictadas con el acento de la suavidad, lloraba silenciosamente; la tempestad de su alma se calmaba poco á poco.

Don Alvaro sacó unas monedas del bolsillo de su chaleco y se las dió al muchacho.