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A LA LAGUNA NEGRA

dos era tan llano que la vejetacion que le cubria parecia el verde tapiz de un salon. Qué magnífica i numerosa cuadrilla podia bailarse ahí!

A cada momento oíamos desprenderse de la planicie que seguiamos grandes pedazos que, despues de hacer un ruido espantoso, se precipitaban, formando inmensos torbellinos de polvo i yendo en seguida a enturbiar aun mas las aguas que corrian a nuestros piés; i a cada momento, tambien, teniamos que hacernos a un lado para dejar pasar los contínuos arreos de ganados arjentinos, marchando con un paso fatigado i tardio. Un piño que constaba de cerca de mil cabezas nos obligó a detenernos, mui a pesar nuestro, a la subida del estrecho desfiladero llamado Cuesta de las Sepulturas.

Nos acercamos a un peñasco, donde podiamos gozar de la ilusion de un poco de sombra (hacía un calor bárbaro) i esperamos que concluyera de pasar el interminable piño, lo que no duró ménos de media hora, con gran disgusto nuestro i contento de los caballos.

Desde el angosto paso de las Sepulturas—no cabe allí mas de un caballo de frente—se nos presentaba el camino como las espirales de una serpiente mónstruo en medio de un talud formado como la altiplanicie que acabábamos de atravesar. Ni un árbol se distinguia, ni una planta, ni siquiera un peñasco que cambiara la fastidiosa monotonía de ese paraje, que parecia no tener fin.

Lo peor era que la sed nos devoraba i los estómagos de algunos iban como flautas de órgano, i Vergara,

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