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Traté de entenderme con ella y a poco andar lo conseguí, máxime cuando mi pobre tío Cipriano hacía tiempo que me tenía echado el ojo para yerno.

Obtenido el consentimiento de los tíos de hacer de su hija mi compañera y previo el beneplácito de ésta que, entre paréntesis, lo concedió no bien lo solicité, me entregué con todo ardor a ser un perfecto novio.

La madrugada ya me encontraba vestido para asistir a la misma misa que ella, un pretexto como otro cualquiera que teníamos, para asestarnos miradas matadoras en las cuales creíamos envolver poemas de amor sublime.

Más tarde venía el almuerzo en su casa, al cual era infaltable, y en el que siempre tenía la suerte de quedar sentado al lado de mi prima Margarita y enfrente a su lunar, a aquel pequeño puntito, negro que daba a su fisonomía un aire tan picarezco.

Luego un pretexto u otro, me llevaba a su casa cada media hora ¡había llegado a ser para mi una especie de necesidad verla lo menos cincuenta veces por día.

¡Oh! no nos cansábamos de hablar con los ojos yo y mi linda prima Margarita!