Sin embargo, le agradezco al pobre gallego el servicio que me hizo, impidiéndome que con el tiempo llegara a ser uno de esos que llevan lo que todos ven menos ellos.
Al cumplir los veinte y cuatro años y recibir mi título de escribano, me encontré solo en el mundo; sentí la nostalgia del hogar; quise hacerme una familia, hablando claro.
Entonces me fijé en mi prima Margarita, cuyo padre había sido tan bueno para mí.
Noté que era una real moza y me expliqué recién la causa porque me daba rabia cuando sabía que alguno la festejaba o le hacía monerías que yo siempre encontraba estúpidas.
Era una morochita rosada, dueña de unos ojos negros, pestañudos y más llenos de promesas que boca de un candidato presidencial, y de un cuerpo, un aire, un modo de caminar y un lunar sobre la boca, un poco a la izquierda de la nariz, que eran verdaderamente enloquecedores.
¡Y luego aquel pelito corto que usaba y le daba un aire tan calavera!