admiración por su inteligencia y en premio de su sabiduría.
Levantó la pobrecita sus ojos negros hasta mi rostro y viéndome tranquilo y corriente, no trató de bajarse, sino que, haciendo un gestito coqueto aún cuando estaba muy colorada, se estiró bien su vestidito azul de lanilla que había dejado en descubierto una rodilla gorda, carnuda que daba ganas de comerla y luego con unos ojitos...
Mi primo encontró su caja de fósforos y la hizo sonar para cerciorarle de que no estaba vacia.
¿Qué más te diré? Desde ese día ya no le enseñé sino teniéndola en mis faldas y así fué como aprendió a irse a mi cuarto... sin que yo la llevara.
Aquí mi primo sacó un fósforo y me dijo:
—No cabía más acusación que la de corrupción...
—Bueno, ¿pero le enseñó a leer, primo?
Encendió su cigarrillo y envuelta en la primera humada lanzó la frase siguiente: