lucir su cuerpo macizo pero airoso, cubierto por un sencillo vestido de percal.
Y entusiasmado con sus sueños no veía don Juan a su dependiente Palombi — a ese ganso de Palombi, como le llamaba cuando hablaba intimamente de él — que se hacía señas con doña Teresa y le tiraba besos con la punta de los dedos, que esta hacía como que recogía adelantando su labio inferior, grueso, rosado, atrayente.
Por fin llegó la noche y con ella la hora del placer para el calaverón almacenero.
¡Con qué aire de exquisita cortesía preguntó a Palombi si había cerrado bien las puertas del almacén!
¡Cuánta dulzura demostró al ir a avisar a su esposa que iba a estar ausente hasta tarde por tener que hacer en la Lógia a que pertenecía!
¡Y el muy tonto que siempre llamaba imbécil a su dependiente Palombi, salió sin notar la alegría que se pintaba en el rostro de los que quedaban en casa!