Y la disputa terminó porque yo le arrebatara la codiciada fruta ya pelada.
—Bueno... ahora si quieres higo lo has de comer en mi mano.
—No quiero...
—¡Entonces no comes!
Y concluimos porque yo le pusiera en la boca la parte que le correspondía.
En mi mente había surgido la idea de darle un beso y aproveché la circunstancia para satisfacer mi deseo.
Al ponerle entre los labios el pedazo de fruta codiciada, me incliné sobre ella y abarqué toda su boquita rosada con la mía.
Se rió franca y alegremente y mientras mascaba el higo pintón, me devolvió mi beso.
Desde ese día todas las siestas buscábamos higos pintones, y en vez de contarnos cuentos, pasábamos el tiempo besándonos y comiéndolos en sociedad.
Después, cuando los higos maduraron, llegamos a tener la revelación de algo que mejor hubiera sido no se revelara y para comerlos, nos ocultábamos generalmente ya en el invernáculo a cuyo alrededor crecían las campanillas azules, otras en el banco donde comimos el primer pintón, que aquel año encontró mi graciosa prima Aurora.