Ella vino hacia mí trayendo su conquista en la mano y sin notar mi turbación la alzó hasta la altura de sus ojos y me dijo:
—¿Ves que era un higo?... Me dan ganas de no convidarte!
Levanté la vista y la miré, de tal manera probablemente, que leyó en mis ojos los sentimientos que me agitaban, ruborizándose hasta el borde de sus orejitas pequeñas y rosadas.
—¿Qué miras?
—Tus ojos... ¡tan lindos!
—¡Pues no!... ¡vamos a comer el higo!
Y nos sentamos en el viejo banco de hierro pintado de verde, donde mi madre, pasada la siesta, venía a coser.
Comenzó a descascarar la pequeña fruta aún no completamente ennegrecida y luego que terminó quiso partirlo con los dedos.
—¡No lo partas!... ¡muérdelo por la mitad!
—¡Oh!— ¿Sabés que es gusto?...
—Bueno, trae yo lo muerdo.
—No, ¡te lo vas a comer todo!
—Es que si lo partes con los dedos me vas a dar el pedazo más chico!