qué al tronco añoso mirando encantado a mi prima Aurora desde abajo.
Fué en ese instante que noté la expresión picaresca de su carita rosada, coronada por cabellos de oro, finísimos; sus ojos azules que entre las hojas verdes se parecían a las campanillas silvestres que todas las mañanas recogíamos en los alrededores del invernáculo y su cuerpo gracioso en que se comenzaban a dibujarse sus formas, puestas más de relieve por el esfuerzo que hacía para mantenerse asida a las ramas.
Con la boca abierta la admiraba y su voz me sacó de mi admiración.
— ¡Dónde está el higo pues... Sonso!
— ¡Si no sé donde estaba!
— Quedaba arriba de dos gajos gruesos que se cruzan... ¿Pero que diablos miras?... Busca el higo.
Y tras largo rato de buscar, mi prima encontró la fruta que me había proporcionado el placer de verla en todo el esplendor de su belleza.
Era efectivamente un higo pintón.
Cuando bajó del árbol, yo estaba encendido como una grana y no me atrevía a mirarla.