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infantiles en el jardín, sin tener fijos sobre nosotros los ojos de las madres o de las sirvientas.

Nos habíamos desarrollado en esa intimidad y nuestros padres ni nadie en la familia se había apercibido que ya habíamos pasado el período de la niñez.

Siempre seguíamos siendo los muchachos para ellos y aún para nosotros.

Un día, a esa hora llamada de la siesta en que el sol calcina la tierra obligando hasta a los pájaros a buscar un reposo a la sombra, jugábamos ella y yo bajo la más frondosa higuera del huerto, con toda la alegría inherente a nuestros catorce años bien contados.

Nos entreteníamos inocentemente en contarnos cuentos —repitiendo por la millonésima vez la historia de «Juan Sin Miedo» y del «Loro Encantado» que nos había referido la vieja sirvienta— mientras descortezábamos varillas que bañadas en pega-pega, nos proporcionarían una colección de cantores jilgueros, de barullentos chingolos o de chistadoras tacuaritas.

De repente ella, levantando sus ojos a la