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El hecho es que Ernestina sumamente sensible me apretaba más y más y su ternura provocaba mi lloro con mayor abundancia.
Lloraba de dicha... —Vea Ud. llorar!... lo que se le ocurre a un muchacho no se le ocurre a nadie.
Ella fastidiada probablemente por mi pasión tan triste —que hay hombres como dice Heine, que tienen triste la alegría y alegre la tristeza— se apartó de repente de mi lado mal humorada, y mirándome con ojos enojados me aplastó con un «mira que sos sonso» que me dejó helado.
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Desde entonces no alentó más mi simpatía Ernestina, la amiga de mis hermanas, hoy señora de López, y desde entonces también yo me ruborizo cada vez que la encuentro en mi camino.