mozo y que dada la frecuencia con que me veía había llegado a tener conmigo cierta confianza.
Con motivo de mi primera comunión me atestiguó su afecto, regalándome varias estampitas iluminadas y un libro de misa lleno de viñetas y con los cantos dorados.
Esos obsequios como lo comprenderá, lo elevaron a grande altura en mi consideración de niña y estrecharon los vínculos de la especie de amistad que nos ligaba, imprimiéndole un sello de intimidad de que antes carecía.
Como prueba de amistosa distinción acabó por no oirme en el confesionario; lo hacía en la sacristía, y en la Secretaría y llegó hasta darme un beso en la frente varias veces, después de terminada la confesión.
Un día de tantos llevóme a la Secretaría y sentándose en el gran sillón forrado de seda punzó que había frente al escritorio, llamóme a su lado y levantándome en alto cuando yo menos lo pensaba, me colocó en sus faldas.
Este proceder me llenó de turbación, pero el respeto que le profesaba no dejó triunfar en mí la idea que tuve de separarme de su lado y buscar un asiento más propio y donde me hallara con más tranquilidad.