Según costumbre, Juanita y yo —dos muchachos de 13 años— habíamos ido al jardín en busca de violetas, durante una templada tarde de Agosto.
Allí, sentados a la sombra de los grandes árboles, escudriñábamos entre las hojas verdes, buscando las pequeñas flores fragantes.
Examinábamos la misma mata y de repente nuestras manos se encontraron sobre el tallo de una gran violeta nacida al reparo de una piedra, que yo me apresuré a cortar.
—¡Qué linda... —dijo ella,— dámela!
—¡No!... es para mi ramo!
—¡Dámela, me repitió, pero esta vez con un tono tal, que me obligó a mirarla a la cara... ¡no seas malo!
Y sus ojos negros fijándose en los míos me hicieron experimentar algo de que aún no me doy cuenta.
—¿No me la dás?... —volvió a preguntarme.
Y como yo al mirarla me sonriera, se rió ella, mostrándome sus pequeños dientes blancos, mientras exclamaba con un tono de reproche... ¡Malo!
—Y si te la doy, ¿qué me dás a mí? —le pregunté mirándola fijamente.