la fuerza del deseo y de la necesidad, una nueva existencia, aunque nadie se la definía».[1]
Entregados se hallaban los hombres de San Juan á trabajos tan patriotas y simpáticos, cuando un acontecimiento inesperado vino á quebrar sus planes y á ponerlos en el caso de definir virilmente su conducta, colocándolos frente á frente del despótico gobierno de Benavídez.
Próximo á estallar estaba el movimiento libertador encabezado por el general Urquiza, que debía echar por tierra la ignominiosa tiranía de veinte años, cuando, en 1851, Rosas trasmitió á sus tenientes la idea de que lo nombrasen jefe supremo de la Confederación, armándolo con la suma del poder público nacional, á fin de encontrarse en mejor situación para repeler la invasión del «loco traidor Urquiza,» según rezaba la frase de la época.
El gobernador Benavídez se apresuró á acatar la consigna federal, que no admitía muchas vacilaciones en la obediencia debida al jefe supremo; y envió, con ese motivo, á la legislatura, un largo mensaje, rebosando de fino amor y respeto para la causa federal, en el que concluía pidiendo para Rosas la investidura de jefe supremo de la Confederación; y, además, que se le acordase la suma del poder público nacional y el ejercicio de su suprema autoridad.[2]
La noticia de esta comunicación circuló rápidamente por la reducida población urbana de San Juan, impresionando desagradablemente á todos los espíritus, y, en particular, á