tarde en tarde, venía á traer al gobierno su idea y su tono acerca de la Santa Causa. Los únicos puntos de reunión eran las tertulias á que Benavídez concurría; las ruedas de gallos y las carreras, á que nunca faltaba. La certidumbre de la impotencia y la conciencia del terror habían concluido por arraigar la costumbre de no pensar ni querer más allá de los estrechos límites de una existencia poco menos que animal. Aquéllo no era abyección ni abandono; era la vida social sin alma ni pensamiento; el aislamiento, el silencio y el marasmo de un pueblo.
« La parte política, principalmente, en cuanto á las personas, siempre se resintió muy saludablemente del carácter bondadoso, manso y dúctil de Benavídez. Sin embargo de Rosas y del terror de los jefes de línea y sus sugestiones, la provincia no fué ensangrentada como otras y sirvió de refugio en muchos casos. Había paz ó tranquilidad, muy semejante á la de la muerte, es cierto, pero no era enteramente la muerte. El gobierno de Benavídez consistía en no gobernar y su política en tolerar y comadrear con todos».[1]
En medio de situación oficial tan escarnecida, al mismo tiempo que tan humanitaria, comparada con las que reinaban en los demás pueblos de la República, ingresó el doctor Rawson, acompañado de algunos elementos sanos, á la legislatura provincial, en la que debía, muy pronto, desempeñar un papel espectable y de alta resonancia cívica.
La vida política estaba entonces por completo muerta en todo el país y particularmente en las provincias del interior.
- ↑ El doctor Rawson ante la tiranía, por Tadeo Rojo.