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con que tiraban sus vistazos; pues si el uno lo hacía á la derecha, su compañero se empeñaba en que lo había de hacer por la izquierda. El caballero que la aguantaba era su primo hermano don Bonifacio, entrado en años como ella, regordete, de rostro amoratado, ojos colorados y aire entre cachazudo y abellacado. Cuando iba de paseo ó de viaje, su distintivo principal era una bota pipona do cuello de cuerno y boca de metal, provista siempre de anisado. Ya se comprende cuál sería el gusto predilecto del buen viejo.

Al lado de doña Tecla y de manera que estuviese siempre bajo los tiros de uno de sus ojos, iba Juanita, su sobrina. A poca distancia seguía á la joven el amartelado Antonio, fija en ella la mirada, y más que la mirada, el corazón. No era para menos la belleza de Juanita y las cosas que ya se habían dicho, á pesar de la vigilancia de la celosa tía.

A las ancas del caballo de un paje y asido de la cintura de éste con ambos brazos, iba un ciego arpista, infalible pieza en toda diversión de arroz quebrado, como solemos decir. Otro paje llevaba por delante el instrumento del ciego, y las bolsas de los pellones, henchidas de botellas, tras los muslos de los ginetes. Agréguese el buen humor de todos, y se verá que había lo necesario para darse un verde de los más soberbios.

Llegados al huerto designado para la diversión, desmontáronse todos, y los hombres bajaron en brazos á las mujeres. Antonio quiso hacerlo con Juanita; pero doña Tecla le echó un No se moleste Ud. con tal tono, que el pobre retrocedió asustado. La vieja se resbaló del caballo; don Bonifacio echó pie á tierra y ayudó á hacerlo á su sobrina.

Ataron los caballos á estacas y árboles, no sin que hubiese corcobos, coces, relinchos y amagos de cosas más serias de parte de esos bribones, y sustos y gritos de niños y mujeres. ¡Qué quieren UU.! había también entre los cuadrúpedos algunas damas de su raza, si se me permite decirlo, y no pocos galanes...

En fin, señoras y caballeros acudieron á la sombra de un capulí ya acostumbrado á dar posada á gente alegre. Era un árbol gigante, cuyas ramas dobladas á la redonda y vestidas de hojas tupidas formaban un magnífico pabellón capaz de contener cuarenta personas. Allí se tendieron pellones y ponchos sobre la grama y las hojas caídas, y de tan muelles asientos tomaron inmediatamente posesión mujeres y hombres; si bien muchas parejas, desafiando los rayos del sol, que eran á la sazón vivísimos, quedáronse fuera y se dieron á recorrer el huerto, comiendo frutas á discreción. El arpista, entre tanto, se había sentado en una piedra al pie del tronco del famoso capulí, y tocaba el costillar. El contento y la animación tomaban creces. Trajéronse canastas de duraznos y peras que se regaron en la verde grama, y á ellas acudieron todas las manos y se abrieron todas las bocas; menudeaban