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rá filosofía tantos siglos más cuantos viene rompiéndose en vano la cabeza por alcanzarla; y cumplido este plazo, comenzará otro, y después otro y otro hasta el fin del mundo, y el desesperante por qué seguirá en sus trece, y la sociedad dividida en ricos y pobres, felices y desgraciados. Entre tanto (y esto es lo que yo quería decir principalmente) consolémonos de que no tenemos la culpa de la desdicha de los demás, y repitamos con uno de los Argensolas:

 "Ciego, es la tierra el centro de las almas?"

Ahora sí comienzo. El Ambato, nuestro querido y delicioso río... Pero se me olvidaba: en pago de mi narración deseo dos cosas, mi Cornelia: has de ejecutar en el piano el trozo de música que mejor armonice con la impresión que te cause el remate de la historia que vas á oír, y después forjas otra novelita que sea compañera de Paulina y deleite como ésta á los lectores de la Revista Ecuatoriana. ¿Estamos? Pues delante.

El Ambato, nuestro querido y delicioso río, forma su caudal de la misma suerte que muchos hombres el suyo: junta sin ningún trabajo aquí una corta herencia que, al derretirse, le deja la nieve del difunto Carhuirazo; allá un pequeño donativo que le hace el Casahuala; acullá el presente de un manantial que brota bajo las rocas cubiertas de musgo; y en muchas partes las laderas empapadas por las lluvias van entregando al codicioso río hilos de agua que descienden silenciosos por entre amarilla paja y verde grama. Y he aquí á poco andar al señor nuestro, enriquecido á costa agena, saltador, alegre, bullicioso y envanecido como si se lo debiese todo á sí mismo.

Pero el Ambato no es como la mayor parte de los ricos, que aumentan su tesoro sin provecho para los menesterosos y ni áun para sí: es sumamente dadivoso y benéfico, tanto que de algunos años acá se va quedando pobre, porque consiente de buen grado que todo el mundo meta la mano en sus arcas y le sustraiga el caudal. La ciudad vecina le ha robado hasta el nombre, y no se diga más.

¿Qué fuera Ambato sin su río de vegas feraces, verdes y poéticas, y sin las ondas que le sustraen los ambateños para forzarlas á ir á tierras lejanas á derramar en ellas fecundidad y riqueza? Fuera una ciudad como tantas otras: ciudad y nada más. No tuviera su vestido y corona de árboles y flores, ni respiraría embalsamadas y saludables auras, ni escucliaría música de mirlos y gilgueros, ni se regalaría con el jugo de esquisitas frutas, ni, por medio de éstas, habría hecho sus tributarios á muchos de los pueblos vecinos, inclusa la capital de la República; ni tal vez, me atrevo á presumirlo, tendrían sus hijos el genio dispierto, alegre, chispeante y expansivo que los distingue.

Pero á veces el Ambato se pone de mal humor: las tempestades