Don Bonifacio, abiertos desmedidamente ojos y boca y cruzados los brazos, parecía la estatua de la estupefacción.
El comisario no estaba menos aterrado.
Nadie hablaba palabra y todos tenían fijos los asustados ojos en el inanimado y cándido cuerpo de la desventurada joven, mal cubierto con sus vestidos interiores, únicos que, aunque desgarrándolos, habían respetado las ondas.
Un indio viejo, sumamente apenado, habló al fin y dijo haber encontrado esa difunta en la orilla, cuando él y sus compañeros recogían las ramas y troncos que había traído la avenida.
Pasado el primer impulso de la terrible sorpresa, preguntó el comisario: —¿Quién me explica este misterio?
—Señor, contestó temblando don Bonifacio......
—Ud. me aseguraba, le interrumpió el empleado, que Juanita N.... había sido anoche robada por Antonio, y ahora asoma ahogada: ¿cómo es esto?
—Señor.... señor......
El viejo no podía articular más palabra; ni era posible que pudiese explicar el suceso. Después, haciendo averiguaciones y congeturas y atando cabos, pudo saberse que Juanita cayó al agua al saltar su caballo en la margen del vado; la oscuridad y el estado de la cabeza de don Bonifacio, le hicieron que creyese ver á la joven cuando iba el caballo solo tras él; el silencio de su compañera no era para extrañado, pues lo guardó obstinada todo el día. Los tres montados que habían esguazado el río antes de ellos, fueron unos caminantes que luego se detuvieron en el tambo de Cashapamba para descansar y dar un pienso á sus caballos, y tornaron después á caminar, porque deseaban llegar esa misma noche á Pelileo. Iban de prisa, y al paso el caballo de Juanita que no tenía quién le guiase, se juntó con los de los viajeros y se fué con ellos. Antonio, su amigo y el paje se disponían á salir al encuentro de Juanita, quitársela á don Bonifacio y huír con ella; pero tomaban antes una ligera refacción, y en este acto los sorprendió la autoridad.
La continuación y remate de la tristísima escena, dejo á la imaginación de UU. Sólo añadiré que los mismos indios que hallaron el cadáver, hicieron unas angarillas y, envuelto en una sábana, lo condujeron á la ciudad.
Al día siguiente se celebraron en la iglesia de la Merced solemnes exequias. Estaba presente el cadáver vestido de blanco y coronado de azucenas, y muchas mujeres lloraban en torno de él. Sepultáronlo en el mismo templo. Dos ó tres días después, Antonio penetraba por la noche en él, seguido del sacristán que llevaba una luz y le enseñó el punto de la sepultura. El joven se hincó de rodillas, postró la frente en el suelo y oró y lloró largo espacio. En seguida grabó en un ladrillo con la punta de una navaja: "¡Juanita! juro que te amo aun después de muerta y que