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á la pared, leyó...... Ya saben UU. lo que leería. Después de cada frase de la carta amorosa de Antonio, que temblaba en manos de la vieja, ésta soltaba alguna palabra reveladora de la tempestad de ira que arreciaba en su alma: —¡Bribón!.... ¡infame!.... ¡esa muchacha malvada!.... ¡esa ingrata!.... ¡darme este pago!.... ¡cómo no vomito sangre! ¡cómo no me muero! Al fin estrujó el papel dando un rugido, y don Bonifacio creyó que iba á caer con pataleta.

—Teclita, cálmate, la dijo, y sobre todo, no rompas la carta, pues nos ha do servir ante el juez.

—El juez; dices bien. No pordamos tiempo: veamos al comisario de policía, á todos los jueces, para perseguir á esos canallas. Los he de perseguir hasta el fin del mundo y los he de hacer castigar. Para algo habrá justicia. Y no se han de casar. A la mogigata la he de meter en un convento, aunque sea para china de monjas. Yo valgo más que ella: yo puedo más. A doña Tecla de N.... no se la burla ni se la infama.... ¡Canallas!.... ¡infames!......

Y saltando del lecho mal forrada en un camisón que la ponía semejante á una de aquellas almas santas que nuestros rústicos campesinos sacan en las procesiones, se vistió precipitadamente, envolvióse en un pañolón y, precedída de la vieja criada que llevaba un farol, salió con don Bonifacio en busca del comisario.

Este tomó á pechos el asunto, pues no quería perder ocasión tan excelente (era comisario nuevo) de lucir su actividad y energía. Con todo, y á pesar de todas sus diligencias y sus afanes para reunir una escolta, armarla y montarla á caballo, se pasaron largas horas, causando angustias á doña Tecla y aumentando su cólera.

La escolta se dividió en tres grupos á fin de perseguir á los prófugos por distintas direcciones. El comisario en persona, acompañado de don Bonifacio y cuatro gendarmes, se resolvió á caer de improviso en la quinta arrendada por Antonio.

El río había bajado mucho, y lo pasaron sin peligro, aunque con no poco miedo del valiente empleado público.

Al descender la bajada que iba á terminar en la quinta, comenzaba á rayar la aurora y se oía tal cual voz de las aves que la saludaban en el huerto tendido allá á la orilla del río. El cielo se había desembarazado de la mayor parte de las nubes negras que lo cubrían la víspera, y dejaba ver algunas estrellas, pálidas con la proximidad del día; las lomas de los contornos iban enseñando sus perfiles irregulares y las matas que crecían en sus pendientes costados; grupos de neblina semejantes á copos de algodón cardado se movían perezosos aquí y allá á lo largo de la ribera, y soplaba un vientecillo frío, pero agradable, que hacía inclinar las pajas de los bordes del camino y silbaba suavemente entre las ramas de loa molles y de las chileas. Los peros, los duraznos