que á esta hora y en noche tan oscura y lluviosa se atreva nadie á caminar con una mujer? ¡Vamos! nadie me la pega. Pasemos.
—José, añadió resueltamente, enséñanos el punto más vadeable.
—Con mucho gusto, señor; pero aguarde un momento mientras prepare un mechón de paja.
Juanita, que no había perdido ni una sílaba de la última parte del diálogo, se estremeció y sintió oprimírsele el alma, y acudieron á su mente todos los pensamientos que ya se puede suponer. Antonio había salido en busca de ella; había pasado mal día; se había cansado y aburrido y, fallida la empresa, se volvió triste y sin saber qué juzgar de su amada. Se quejaba, según ha dicho José. Interiormente maldecía la joven á su viejo tío, causa de tanto contratiempo.
José encendió el mechón de paja; don Bonifacio le dio á beber de su cuerno, y bajaron.
—Este es el vado, dijo el mozo deteniéndose. ¡Oh! ya esto no es nada: puede uno pasarlo á pie.
—¡Cómo que no es nada! habló por fin Juanita: si hay mucha agua, ¡y tan precipitada!
—Nada, nada, en efecto, agregó don Bonifacio; si esto parece sólo una asequia.
—Tengo mucho miedo.
—Miedo infundado.
—Tengo horror.
—¡Cobarde!
—Yo no paso.
—¿Volvemos á lo de Tiopullo?
—¡Bárbaro!
—Mira, Juanita, el anisado quita todo miedo y horror: échate un trago.
—Peor con eso, pues sólo de ver el río se me va poniendo muy mal la cabeza, y me da vueltas el mundo.
El viejo no la instó; pero aplicó los labios al cuerno, levantó el codo y se estuvo largo rato con la cara vuelta al cielo que le echaba su cernidillo.
—Conque, Juanita, ¡adentro! dijo en seguida.
—No paso, repitió ella; me quedo en casa de José hasta mañana.
—¡Qué más te quisieras! ¿Me tienes por un zopeneco?
—Pero tío ¡Por Dios! ¿quiere Ud. matarme?
—Lo que quiero es llevarte á tu casa, y te llevaré.
—¡Bárbaro!
—¡Vamos!
Y poníéndose detrás el viejo repitió lo que hiciera en Tiopullo: dió un riendazo en las ancas del caballo y éste se precipitó al río.