había una cabaña habitada por una excelente familia algo conocida de don Bonifacio.
— ¡José! ¡José! gritó éste y la contestación no se hizo esperar.
— Me alegro que no hayas estado dormido.
— Señor, qué se ha de dormir con este ruido de los diablos! Y diciendo esto salió José á la puerta de la choza. —¡Ah! el caballero Bonifacio, añadió; no le había conocido. ¿Qué hace, señor, por aquí á estas horas? Buenas noches.
— Vengo de Quito y voy á Ambato.
— ¿Y la señora? continuó el mozo acercándose al grupo.
— Es Juanita.
— ¡Ah! la niña Juanita. Buenas noches, niña.
— Díme, José, tú que conoces á tu vecino...
— ¿A cuál vecino?
— Quiero decir á tu río. Díme, pues, ¿estará vadeable?
— Hasta un poco entrada la noche, era imposible; pero ha ido mermando la avenida, y ya se puede pasar.
— Conque si rebajado el río está todavía que brama como un diablo, ¿qué sería antes?
— Señor, era cosa de espanto. No ha quedado un puente.
— Ya lo sé. Pero, vamos, lo que conviene es que nos enseñes el punto menos peligroso para ponernos del otro lado.
— Hágalo, señor, si los caballos son buenos y no están cansados.
— ¿Los caballos? de primera! Un poco cansados... Pero...
José se acercó y examinó el par de bestias. —Cierto, dijo, ¡qué caballos! Este blanco que monta la niña es un elefante. Niña, no tenga miedo. Hace media hora pasaron tres caminantes, y con no ser sus caballos ni la mitad de estos, salieron al otro lado sanos y salvos.
— ¿Tres caminantes? preguntó don Bonifacio sin poder ocultar su sobresalto.
— Sí, señor, y personas decentes.
— ¿Los conociste?
— No, señor.
— ¿Tenían trazas de forasteros ó te parecieron ambateños?
— No pude fijarme. ¡La noche está tan oscura!
— ¿Hablaban?
— Sí, señor.
— ¿Les entendiste algo?
— Poco. Uno de ellos se quejaba de haberle salido mal no sé qué empresa.
— ¡Diajos! dijo entre sí don Bonifacio, ¡de qué nos hemos escapado! Y todavía hay algún peligro. ¡Lindo fuera que me la pegaran después de tanto rodeo y tanta mecha! Esto sería quemarse el pan en la puerta del horno. Pero ¿quién va á suponer