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en el gollete de una botella, y sirvió dos platos de fábrica nacional, contemporáneos del mantel en el servicio y colmados de papas humeantes y de salza capaz de abrasar lenguas de vaqueta: tal era de picante. Juanita y su tío se sentaron frente á frente. La primera tomó con los dedos, pues no había cuchara ni tenedor, la papa más pequeña y la comió con desgana. Don Bonifacio se engulló todas una tras otra; y en seguida vinieron sendos trozos de carne en un solo plato, y dos panes, en la ocasión pasaderos. La joven no pudo vencer las dificultades que oponía á toda diligencia, eso que fuera res y que el fuego no había podido convertir en manjar capaz de ser triturado por humanas muelas. ¡Don Bonifacio mismo se declaró vencido!

—Señora, dijo á la posadera algo molesto, Ud. nos ha servido carne de macho, como dizque se acostumbra por esta tierra.

—Ave María, señor, contestó la mujer algo corrida, no me tenga por tan mala cristiana: es lomo de vaca.

—Pues la vaca fué su bisabuela, vieja de... Traiga Ud. un pedazo de queso.

Felizmente lo había fresco y no malo. Juanita lo comió con pan; imitóla su tío; bebieron unos bocados de agua en un jarro de lata, único utensilio de lujo en tan grata posada, y... no hubo más, y se levantaron los manteles, y la buena casera dijo el Bendito juntando devotamente las manos y dio las buenas noches.

—Juanita, dijo don Bonifacio, tú no has comido nada y vas á pasarlo mal.

—No he tenido hambre.

—Es raro: las chiquillas siempre la tienen.

—Yo no soy chiquilla.

—¡Ah! es verdad, y por eso piensas ya como mujer, en cosas serias; ¿no es así, Juanita?

—Pienso como debo pensar.

—¡Ja ja ja! ¡qué Juanita! Tus pensamientos andan... Pues, hija, lo mejor es pensar en dormir.

La joven se mordió suavemente el labio y guardó silencio. Sabía á dónde tiraba el viejo con sus palabras y sus reticencias.

La posadera les pidió permiso para irse un momento á la diversión. La había precedido su esposo; pero les indicó antes que podían pasar la noche en la tarima, en la que había tendido paja. Don Bonifacio puso encima su pellón, se envolvió en su poncho, y se recostó diciendo: —Después de la mala comida, mala dormida. Con todo, Juanita, es preciso que me imites, pues tenemos que madrugar.

—No tengo sueño.

El silencio no era completo: parecía que la naturaleza no podía dormir y pasaba mala noche: ladraban los perros, gritaban las ranas, y de cuando en cuando fuertes ráfagas de viento azotaban los costados de la choza haciéndola estremecer; además se