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casa cercana á la de aquel ruído que le cayó muy en gracia; siempre le parecía buena la vecindad de la gente alegre, y luégo, ¿eran pelos de cochino esos traguitos que allí tomaría, sin necesidad de destapar su cuerno?

Era esta casa como tantas otras de nuestros chagras; techo de paja que el tiempo y las lluvias habían cubierto de una capa de moho verdoso, sobre paredes de un metro de altura; corredor estrecho con dos pilares toscos y torcidos; una puerta al centro forrada de cuero de res; y por dentro, á un lado el hogar formado de tres piedras negras, al otro una tarima de juncos larga y alta, y aquí y allá algunas canastas, ollas y otros utensilios, por entre los cuales se paseaban unos cuantos cuyes.

—¡Casero! gritó don Bonifacio, ¿hay posada?

—Sí, señor, contestó un hombre chiquitín, flaco, calado hasta las cejas de un sombrero con funda de tafilete y cubierto de un poncho de bayeta que le bajaba á los talones.

—¿Y alfalfa?

—La tenemos.

—¿Y algo que comamos nosotros?

—También.

—¡Magnífico! Pues pie á tierra.

Se desmontó con dificultad; tomó en brazos y bajó también á Juanita, que medio renqueando de cansada dio unos pasos y se sentó en un banco que había en el corredor. En seguida ató los caballos á los pilares, y gritó á una mujer que soplaba el fogón para encenderlo: —¡Ea! señora, apure Ud. un poco esa comida, porque ha de saber Ud. que esta niña y yo tenemos tripas que llenar. ¿Me entiende Ud.?

—Sí le entiendo, señor, contestó el segundo tomo del posadero, asomándose un poco á la puerta, y seguido de una chica de cabeza enmarañada y camisa rota y sucia que le caía hasta los pies. Era el suplemento de la obra, ó sea la hija de los posaderos. El tomo segundo era digno del primero: mujer-muñeca, de ojos no muy sanos, nariz en proyecto, caverna por boca y en el cuello tres bolas de billar —vulgo cotos- que no son raras en la gente de esa tierra. Su vestido, camisa de ex-percala, brial de bayeta, y... nada más.

Juanita se había arrimado de codos en las rodillas y apoyado la cara en las manos abiertas, en tanto que sin alzar el talón, daba con la punta de un pie golpecitos en el suelo.

—¡Qué niña tan bonita! murmuró la posadera al verla; y volviéndose á don Bonifacio añadió: —Sus mercedes tengan un poquito de paciencia, pues la comida no estará sino á las oraciones.

—Aunque no estuviera hasta mañana, dijo á media voz sin levantar la cabeza Juanita.

—¿La niñita no tiene hambre?

—No, señora.