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llamaba camino real; ¡qué ironía! En la estación de las lluvias, no había hipérbole que alcanzara á pintar lo que era aquel trayecto; en la estación seca se ponía magnífico, en el decir de nuestra gente; y magnífico estaba el 22 de junio de 1840, pues don Bonifacio rodó sólo tres veces, Juanita se enlodó cuatro en otros tantos fangos, y dos más dió consigo en tierra al saltar su caballo unas gradas.

La pobrecita venía muy melancólica, y ora rezaba con fervor y alzaba al cielo sus hermosos ojos negros, ora lloraba sollozando; ora inclinaba la cabeza y se entregaba por completo á sus pensamientos. Pensaba sobre todo en su querido y fiel Antonio y en el plan que se proponía realizar, quizás ese mismo día, cuando ella menos lo espere, ó al siguiente, ó al tercero; porque, en fin, Antonio no era hombre á quien amedrentaban las dificultades. Cavilando sobre este punto venía, y sin contestar á tal cual palabra que le dirigía don Bonifacio, siempre delantero, pues se había propuesto hablar lo menos posible con el impertinente viejo, cuando penetraron en Jalupana. Suelo perpetuamente lodoso y con piedras sueltas esparcidas; peñascos laterales de cuatro, cinco y seis metros de alto, equidistantes dos ó tres á lo más uno de otro, y sudando en todo tiempo gotas de agua que de minuto en minuto caían dando leve y triste sonido; en la cima de esos muros sombríos y medrosos una barda natural y espesa de juncos, helechos y otros arbustos silvestres que tendían sus ramas sobre el camino, impidiendo el paso á los rayos del sol: esto era Jalupana. Aquí se aumentó la tristeza de Juanita. Don Bonifacio se echó un trago y se puso á cantar imitando el cro cro de las ranas y el piar de tal cual avecita escondida entre el chaparro. Media hora después se hallaban en el Tambillo, calle igual y descampada con hileras de casucas á uno y otro lado, en las cuales solían hallar no muy cómoda posada los cansados viajeros. En una de ellas quiso quedarse Juanita, pero no lo consintió don Bonifacio, que había determinado pernoctar en Machache. Siguieron, pues, adelante.

El camino ya no era malo; pero la tarde se puso nebulosa y sombría. Los chagras anunciaban que esa noche habría nevazón y tal vez llovizna. A las tres llegaron nuestros caminantes al punto en que debían rendir su primer jornada. Había por ahí una casa en que sonaban un bombo y un clarinete y voces de gente alegre, pues era la víspera de una fiesta que debía hacerse en el pueblo, y los parientes y amigos del prioste, dueño de la casa, habían acudido á celebrar al santo comiendo, y bebiendo y bailando muchas horas antes de la función de la iglesia. Indudablemente estos agasajos gentílicos y semisalvajes no eran del gusto del bienaventurado; pero el dejar de hacerlos tampoco era del agrado de sus devotos, como no lo es todavía hoy que ha trascurrido cerca de medio siglo desde la fecha á que me refiero.

Don Bonifacio tuvo por conveniente buscar hospedaje en una