Con todo, había inquilinos en casa, y doña Marta, como era natural, solía dormir. Y Antonio hizo de incógnito un viaje á la capital, y se entendió con una inquilina, y la inquilina, burlando la vigilancia de la patrona, se entendió con Juanita. Hubo más: una mañana, mientras doña Marta al salir de misa se volvió para hacer la reverencia, Antonio y su amada se dijeron cuatro palabras con los ojos: Estoy firme: no hay cuidado.
Antonio no podía permanecer muchos días en Quito, y se volvió á su quinta; pero trajo algún consuelo y lo dejó también á la pobre Juanita. Sobre todo, pudo dejar arreglada la manera de corresponderse con ella.
Cerca de cuatro meses habían trascurrido. Una mañana tía y sobrina salían de misa de la iglesia de la Compañía de Jesús, y dieron de manos á boca con un grupo de oficiales, que fumaban y charlaban alegremente. Juanita, para embozarse mejor, abrió un instante el pañolón tirando de los bordes á derecha é izquierda, y este acto inocente descubrió su belleza á los ojos maliciosos de aquellos militares. —¡Cáspita! dijo el más joven, cuadrándose delante de ella, ¿de dónde ha asomado por acá esta maravilla? Por vida de sanes, qué ojos, y qué boca y qué todo!
Doña Tecla se santiguó, tiró del traje á su sobrina, y esquivando al oficial apretaron ambas el paso —Encomiéndate á la Virgen, decía por lo bajo á Juanita; di Jesús, Jesús, Jesús. Y repetía las santiguadas, y casi corría arrastrando á la sobrina. Seguíalas el oficial y decía: —Chica, ¿dónde vives? Mira que quiero ser tu amigo. Señora; oiga señora, no apriete tanto el paso; mire que no soy el diablo ni voy á cargarme con su hija.
—¡Jesús! vida mía, ¡Jesús! ¡Qué tentación ésta! ¡Santo ángel de nuestra guarda! Juanita, mira que no puede una venir ni á misa. ¡Cuándo vuelvo contigo á esta Compañía!
El joven soldado continuó detrás sin contener su torrente de requiebros; ellas al fin se metieron á su casa y cerraron violentamente la puerta. El oficial pudo decirles todavía: —¿Conque aquí viven, hé? Muy bien, muy bien. Linda, hasta luégo; yo volveré y te haré una visita.
—¡Hija, misericordia! exclamó doña Marta, fatigada y sudando; hija Juanita, esto está peor que lo del Antonio; peor, peor. Este Satanás de pantalón colorado verás lo que hace. ¡Misericordia! si estoy medio muerta.
Juanita, que en verdad estuvo también bastante asustada, procuró dominar su emoción y calmar á su tía. Pero ésta le dijo al fin: —Hijita mía, á Ambato, no hay más remedio: te mando á Ambato, pronto, pronto. Allá tu tía Tecla verá lo que hace contigo, y tú misma abrirás los ojos, verás tu suerte y no harás la locura de casarte con ese tal Antonio. ¡Un soldado! ¡Jesús me valga! Esto está horrible. A Ambato, hija, á Ambato. Un soldado es peor que mil Antonios: es el mismo enemigo malo.