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á la boca el pico del cuerno provisto de anisado, y miraba unos cinco segundos á las estrellas. Juanita se enjugaba los ojos en silencio...

Esa mañana misma una criada vieja de doña Tecla entregaba á Antonio una cuartilla de papel, que en letras gordas y desiguales decía: "Señor enamorado, ya sé todos sus milagros y los de la loca de mi sobrina, y que Ud. quiere venir hoy á hablar conmigo; véngase, y verá lo que le pasa: aquí le esperan mis criados con buenos troncos y mi perro con buenos dientes".

Antomo leyó, rompió el papel, y preguntó á la criada fingiendo calma: ¿Y la niña Juanita?

La vieja, que ignoraba si debía ó no guardar secreto, le contestó: —La niñita estará ya cerca de Tacunga.

—¿Conqué se fué?

—Se fué á Quito.

Ya es tiempo de decir algo más acerca de Juanita y Antonio, sus tías y Bonifacio.

Juanita era hija de un jefe veterano de la independencia, que había casado con una hermana de doña Tecla y doña Marta. Enviudó, murió á poco, y al morir encargó á sus cuñadas que criasen y educasen á la huérfana, recabando del Gobierno el Montepío militar que la correspondía.

Juanita era linda muchacha, alta, gallarda, blanca y algo pálida, de ojos negros y grandes, boca animada de sonrisa dulcísima, y una cabellera castaña, larga y sedeña, envidia de las demás jóvenes ambateñas. Su índole y talento hacían realzar su belleza.

Doña Tecla, que había cuidado especialmente de la crianza de la sobrina, debía su celibato á su sobresaliente fealdad, genio áspero y otras condiciones muy á propósito para ahuyentar de sí á todo hombre por valiente que fuese. Su pasión dominante era la codicia, y había aprovechado siempre más que Juanita la pensión del Montepío.

Doña Marta, menos fea y mala que su hermana, se había separado de ella por evitar las continuas reyertas á que la provocaba, y vivía en la capital. Era sinceramente dada á la piedad; pero ¡quién diantre aguantaba sus escrúpulos y celos! Cambiaba de confesor lo menos cada mes, porque no había uno que pudiera sujetar y enderezar esa conciencia asustadiza, inquieta, sombría y llena de desigualdades y espinas. Pretendía saber más teología que todo clérigo y todo fraile, y sus confesiones eran más bien controversias porfiadas, hasta que el sacerdote le daba con la puertecilla de la reja en las narices, y ella se iba en busca de otra víctima. No le aguantaban las criadas, las amigas le temían... Imaginen UU. qué vida se pasaría la desdichada Juanita con su tía Marta!

Don Bonifacio, primo hermano de las dos, era un solterón de sesenta años, como ya lo he dicho, de rostro abotagado y de cabellos entrecanos, ralos y como pegados en mechones por la amarilla serosidad