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á Juanita, haciendo piruetas y batiendo el pañuelo que sacó del bolsillo del chaquetón. La muchacha se puso como un ají, se mordió los labios y, echando un vistazo furtivo a Antonio, dijo con desdén: —¡Yo no bailo!

—¿Comó? dijo doña Tecla muy molesta.

—Digo que no bailo.

—Has de bailar. ¿Conque has de desairar á tu tío?

Y añadió en voz baja —¡Malcriada!

—¡Que baile! que baile Juanita! gritaron muchos de los concurrentes. ¡Arriba la linda! ¡Viva don Bonifacio! ¡Hurra!

Doña Tecla le tiró y quitó el pañolón con violencia, y Juanita se vió forzada á hacer lo que no quería.

—Para don Bonifacio, el minuete, dijo alguien.

—Bueno, bueno. Ciego, échale un minuete, contestaron muchos.

—¿Y quién alienta?

—Antonio.

—¡Magnífico!

El baile duró poquísimo, y Juanita durante él tenía cara de vinagre y seguía maltratándose los labios con los dientes.

El ciego cantaba:

 La dama que está bailando
 Se parece á San Miguel,
 Y el galán que la acompaña
 Al que está bajo sus pies.

Don Bonifacio comprendió que esta pulla no venía del arpista, y quedó picado. Cuando tornó al pie del arpa y bailaba otra pareja, —Antoñito, dijo al amante do su sobrina, atiende bien al canto del cieguecito.

Y la copla dictada por el viejo decía:

 El pobre que está queriendo
 Por la fuerza se anonada,
 Porque no tiene qué dar
 Para nada ¡ay! para nada.

—¡Muy bien, tío Bonifacio! exclamó el joven aparentando buen humor, pero tragando acíbar.

Y se cruzaban él y Juanita miradas inteligentes. Por dicha de ambos, doña Tecla comenzaba á dar señales de que las copitas se le habían ido á la cabeza y hacían efecto de narcótico: la tía cabeceaba y cerraba y abría los ojos lánguidos y vidriosos. Al fin, no pudo resistir, hizo una maleta del poncho de don Bonifacio, arrimó en ella la oreja, se cubrió la cara con el sombrero y se durmió; pero tuvo cuidado de asir el traje de Juanita para tenerla presa.

Nació una esperanza en el corazón de los dos amantes; y mientras el ciego, acompañado de Antonio, cantaba en una tonada