inepto ó libertino y no quieren ó no saben ver la noble delicadeza de su corazón de artista, la elegancia exquisita de su figura pálida, la paternal ternura con que supo sentir los infortunios de la Patria. Los pintores, según el Sr. Mesa, no se dignan tampoco, en el Museo del Prado, reproducir las aristocráticas facciones del pobre Monarca; vuelven la espalda al lienzo en que aparece cabalgando á majestuoso galope y al que en edad adolescente le retrata cubierto por adamascada armadura; y si se fijan en el cuadro en donde luce Felipe su apostura de cazador, no es para trasladar la efigie regia sino para copiar los contornos magistrales del podenco que acostó á las plantas augustas el pincel de D. Diego Velázquez. Ve también el Sr. Mesa un tropel de artistas extranjeros de ambos sexos invadir la sala del inmortal maestro sevillano y repetir con mayor ó menor fidelidad, los cuerpos deformes de los enanos y las cínicas sonrisas de los bufones que alegraban la Corte del Buen
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