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contumaz de las costumbres españolas, no halla mejor procedimiento para combatir tan deplorables extravíos que el de exagerar los defectos de las altas clases, incurriendo, más todavía que las personas por él fustigadas, en la agravante de la publicidad, porque ¿á quién se le oculta que la imprenta multiplica y graba con más indelebles caracteres que las conversaciones de los casinos y que las chismografías de los salones, tanto las censuras como las chanzas?

Tampoco advierte el Sr. Antón del Olmet que sus severas sentencias contra la aristocracia española caen ineludiblemente también sobre esos cursis á quienes él se digna proteger y mostrar cierta secreta simpatía. En una sociedad como la española, democrática por excelencia, en donde la disciplina social, tan vigorosa en Alemania y en Suecia, se encuentra progresivamente relajada con una relajación que reviste por desgracia el aspecto de enfermedad crónica, no es posible