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historia

preocupaban el espíritu del vencedor: los vencidos debian satisfacer, con sus vidas, las necesidades religiosas de sus afortunados señores, y resignarse á servir de víctimas en el altar del Dios de la guerra para quedar después de trofeos gloriosos de la victoria.

Esta fué la suerte que les estaba reservada á los prisioneros de Cuetlachtlan.

Aquellos seis mil doscientos prisioneros vinieron á Ahauializapan: acamparon en estas llanuras con sus guardianes, y en seguida fueron conducidos á México, para ser sacrificados en la dedicación del Quaxicalco, ó templo destinado á conservar las calaveras de las víctimas.

Esta célebre campaña fué cantada por los poetas mexicanos, y nadie disputó á Moquihuix los honores del triunfo: todas aquellas alabanzas que pregonaban la gloria de las armas mexicanas, le ensalzaban á él directamente, puesto que á sus afanes se debió aquella victoria.