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mando al cerrar la lectura de los cantos traducidos: «¡Qué octavas, qué octavas hay en ellos! ¡Cómo honra su autor á nuestra América!»

El Sr. Calcaño justifica su ponderativo elogio copiando algunos trozos de la traducción mejicana. Despechada la tiernísima y orgullosa Dido al verse abandonada por Eneas, dirígele el enérgico apóstrofe que anda en la memoria de todos:

Nec tibi diva parens, generis nec Dardanus auctor, perfide...


¡No! No es tu madre, pérfido, una diosa;
Ni tus padres de Dárdano manaron:
Del Cáucaso en la entraña cavernosa
Entre sus duros riscos te engendraron,
Las tigres de la Hircania pavorosa
A sus pechos, cruel, te amamantaron;
Ya, ¿por qué disimulo? ¿por qué tardo?
¿A qué mayores males ya me aguardo?
¿Por ventura gimió por mi gemido?
¿Tornó á verme la vista vacilante?
¿Le vi llorar con lágrimas vencido?
¿Sintió piedad de su infeliz amante?
¿Qué más he de decir? ¡Y han consentido
Juno así y Jove á la maldad triunfante!
¿Dónde hallaré piedad, dónde consuelo?
Ya no hay fe ni en la tierra ni en el cielo!
Desnudo te lanzó la mar, é inerte
Sobre mis playas te acogí rendida:
Partí loca contigo reino y suerte;
Tu flota reparé rota y perdida:
Yo liberté á los tuyos de la muerte;
Y ¡ay de mí! (¡que ardo en furias encendida!)