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VIRGILIO.


LXXXIV.

»¡Oh! dame que ese grupo desordene,
Y á este dardo en el aire abre sendero!»
Orando así, con cuantas fuerzas tiene
Arroja el arma. En ímpetu ligero
El asta parte despedida, y viene,
Hendiendo sombras, á Sulmon frontero,
Y rómpese en su espalda, y la madera
Hecha astillas las visceras lacera.

LXXXV.

Agobiado Sulmon rueda al instante,
Y con hondo estertor, trémulo, frio,
Las entrañas fatiga, agonizante,
Y de encendida sangre vierte un rio.
No hay quien no torne á ver, quien no se espante.
Niso, entretanto, renovando el brío,
Puesto el brazo á la altura de la oreja,
A asestar otro tiro sé apareja.

LXXXVI.

Temblando están del invisible amago
Todos, cuando otra vez dardo estridente
Llega, que ambas las sienes pasa á Tago
Y en su hendido cerebro híncase ardiente.
El causador no indaga del estrago
Llevado de la cólera Volcente,
Ni en quién le cumpla desfogarse mira;
Ciego salta, y bramando estalla en ira: