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LA MUJER A A A,



libertad, anhela actuar en la plaza pública como los hombres, pretendiendo contra la ley de la Naturaleza desempeñar por sí misma oficios viriles. Esta pretensión, síntesis del feminis- mo avanzado, no solamente es un stentado contra aquella ley soberana e inderogable, sino una pedantería más o menos ino- conte, pero en todo cano dañosa. El solo hezho de aparecer una mujer ante el público reclamando para su sexo un oficio viril, importa una inversión sexual, o sca, una inmoralidad, No se suponga que la mujer sólo es inmoral por ser impáúdica, por- que el pudor es un aspecto de la morai femenina, no toda la moral. Inmoral es la mujer que se sustituye al hombre en la lucha por el mejoramiento individual y social, porque exigien- do esa lucha un trabajo activo la desvía de su camino.

Actuando como político, como agitador; poriéndose al fren- te de multitudes, perorando y filosofando, la mujer se trans- forma, enmbia de condición, reniega de sí misma, se hace ea- ricatura de hombre y caricatura de mujer; es desorhitada y desagradable y a menudo ridícula. No se negará, por ejem- plo, que una señorita letrada tiene derecho de ejercer la aboga- cía; pero tampoco se negará que es más propio de sus manos y de su ingenio el tejido de hilo que el de la intriga: la aguja es un instrumento adecuado, tan viejo y tan inmutable como los siglos; un expediente, en cambio, es el sepulero de su al- ma femenina, el ataúd de su espíritu. Será esto, tal vez, un prejuicio, una denegación de las cosas y las costumbres nue- vas, pero por ahora es así.

La mujer científica pierde la fe, no cree sino en las verda- des de la ciencia, se lace enteramente atea, porque los delica- dos eristales de, su ser espiritual se destrozan al choque de la razón, mortal ariete de toda creencia en lo desconocido, en lo inalcanzable, en lo divino. Es más común que las “sabias” se burlen de Dios que los mismos varones. Es raro que el alma de la feminista iniciada en las ciencias positivas dé cabida a la creencia religiosa; a las primeras iniciaciones en los secretos de la sabiduría humana, se cierra el pensamiento a toda otra luz que no sea la incierta vislumbre de esa sabiduría limitada por el muro del misterio. La mujer científica, la mujer filó- sofo, pierde a menudo ese recato que la hace tan adorable, tan fina, tan bella. Esa mujer tendrá sobre ciertas cosas menos hipocresía — seamos francos en esto— pero, dicho también con franqueza, esa menor hipocresía, ese menor recato feme-





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